Abriendo las grandes alamedas

x Atilio Borón

Pasó casi medio siglo. En el medio una atroz dictadura que torturó, mató, desapareció y exilió a cientos de miles de chilenas y chilenos. Aparte saqueó el país y enriqueció a los jerarcas del régimen, comenzando por el propio Augusto Pinochet y familia.

Luego, con el retorno de la “democracia” -en realidad, un muy bien montado simulacro, con todas las formas, pompas y circunstancias de aquella, pero huérfano de sustancia real- transcurrirían largos treinta años en donde germinó con fuerza la semilla maldita sembrada por el dictador y sus compinches. Sus frutos fueron una sociedad tremendamente desigual, que además rompió sus tradicionales lazos solidarios y se entregó al espejismo resumido en la fórmula acuñada por el régimen: la ciudadanía es el consumo. En otras palabras, el triunfo de la “antipolítica” y, por extensión, la obsolescencia de toda forma de acción colectiva. 

A lo anterior se le agregó el saqueo de las riquezas del país y su transferencia a poderosas oligarquías empresariales, el incondicional alineamiento de Chile a Washington, escandalosamente representado por ese fotografía de Sebastián Piñera en la Casa Blanca donde hacía coincidir la estrella de la bandera chilena con las cincuenta del pabellón imperial, graficando la aspiración de la elite de su país de convertirse en una colonia de EEUU. Treinta años en donde lo que hubo fue continuidad y no ruptura entre el pinochetismo y el régimen sucesor, lo que daba al traste cualquier pretensión de hablar seriamente de una “transición democrática.”

“Fueron treinta años, no treinta pesos” decían los protagonistas de las grandes luchas sociales desencadenadas el 18 de octubre del 2019. En ese momento las masas populares vislumbraron la cercanía de aquellas grandes alamedas que Salvador Allende había invocado en su último discurso y comenzaron a caminar en esa dirección. Fue una larga marcha, cuesta arriba y erizada de trampas y obstáculos de todo tipo.

Pero pese a todo se avanzaba: el repudio a la Constitución pinochetista, el llamado a una Convención Constitucional y su concreción, con la significativa gravitación que en la misma adquirieron las fuerzas contestatarias y la presidencia ejercida por una lideresa mapuche, Elisa Loncón Antileo fueron otros tantos hitos de ese irresistible avance.

Pero había todavía un desafío mayor: constituir una coalición que pudiera librar batalla contra una derecha que estaba muy lejos de darse por vencida y que bajaba a la liza electoral con la cancha inclinada a su favor. Lo vimos este domingo: los medios en una rabiosa campaña anticomunista, denunciando al “extremista” Boric; la Televisión Nacional desalentando la concurrencia del electorado con apocalípticos pronósticos de una ola de calor; y, peor aún, la grosera y antidemocrática maniobra gubernamental de ordenar que los medios de transporte público de superficie (“las micros” en la jerga chilena) no se salieran a la calle y permanecieran en sus garajes.

Pero todo fue inútil, y la coalición de Apruebo Dignidad, conformada por el Frente Amplio y el Partido Comunista, con el apoyo de otras fuerzas, se alzó con una aplastante victoria que ningún a encuesta supo predecir: Boric obtuvo el 55,87% de los votos contra 44.13% de Kast. No es un dato menor que con aquel guarismo Boric prácticamente iguala la marca máxima en una elección presidencial: el 56.09% que había consagrado a Eduardo Frei Montalva como presidente de Chile en 1964.

Hay tantísimas cosas por decir en relación a esta conmovedora y esperanzadora apertura de las grandes alamedas. Primero, la importancia la decisión de salir a buscar a quienes habían protagonizado las grandes protestas populares pero no habían votado en la primera vuelta. La concurrencia electoral fue del 55.65%, y esa fue la clave del triunfo de Boric. No salió a buscar los votos del cuasi inexistente “centro político” arriando las grandes banderas de las jornadas de Octubre sino convocando a las barriadas populares.

Segundo: le espera una tarea durísima: deuda social, crisis económica, pandemia, y todo bajo el inclemente ataque de la derecha. Es de esperar que al entrar a La Moneda (¡ojalá antes!) el espíritu de Salvador Allende se pose sobre el joven presidente y le transmita toda su sabiduría y sus valores.

Por ejemplo, su confianza ilimitada en el pueblo y su imprescindible organización, único reaseguro con que contará ante la implacable guerra de la que será objeto. La certeza que Allende tenía de que la clase dominante chilena jamás aceptará un gobierno de izquierda y que, tal como le ocurrió (y ya le está ocurriendo a Boric: ver la reacción de la Bolsa el lunes, caída del 6% y disparada del dólar) apelará a cualquier recurso con tal de frustrar su obra de gobierno.

Y, por último, la absoluta convicción que también tenía el Presidente Mártir de que se deberá resistir las maniobras del imperialismo y la derecha, la casta política y sus voceros y articuladores en los medios, ONGs y otros poderes fácticos, que combinarán con calculada astucia sus típicas presiones y extorsiones con ciertos gestos “amistosos” tratando de ablandar a Boric, todo lo cual tiene como único e innegociable objetivo debilitar y, de ser posible, acabar con su gobierno y convertir a Chile en la estrella 51 de EEUU. Esa brújula allendista será fundamental para concretar con éxito lo que sin duda será una durísima y prolongada disputa social, en donde la concientización y organización del campo popular jugarán un papel absolutamente crucial.

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