Sobre el Ifai y el 27 batallón de Iguala
Por acción u omisión, las huellas de mandos militares del 27 batallón y sus subordinados en el caso Iguala/Ayotzinapa son evidentes
Carlos Fazio
Con cierta frecuencia Enrique Peña Nieto pregona urbi et orbi que México es una democracia donde impera el estado de derecho. ¡Vamos, hasta se atreve a decir que es un país con décadas de estabilidad política, social y económica! En su mundo de fantasía, cuando especialistas de la Organización de Naciones Unidas concluyen que las ejecuciones sumarias extrajudiciales, la desaparición forzada de personas y la tortura (los toques eléctricos, la asfixia, las violaciones tumultuarias, la presión sicológica) son prácticas comunes, generalizadas e impunes, la Secretaría de Relaciones Exteriores responde que eso es falso. Y si periodistas de investigación, académicos y directores de cine de clase mundial concluyen que, además, el Estado es la corrupción (González Iñárruti dixit), sus amanuenses tarifados en los medios reviran que se trata de hipótesis únicas sin fundamento, estereotipos, vías cortas para simplificar realidades complejas, meros atajos de particulares inmaduros.
Que la realidad es compleja no hay duda; pero los hechos son los hechos. El 18 de febrero pasado, el Instituto Federal de Acceso a la Información y Protección de Datos (Ifai) ordenó a la Procuraduría General de la República (PGR) hacer públicas las pesquisas en torno a la desaparición forzada de los 43 normalistas de Ayotzinapa. La información había sido reservada por la PGR bajo el argumento de que formaba parte de una averiguación previa. Y sin evidencia empírica que lo sustentara, el ex procurador Jesús Murillo Karam había decretado la verdad histórica sobre los hechos de Iguala, limitándose a imputar a los inculpados delitos de secuestro y homicidio, y no el tipo penal adecuado: desaparición forzada, que por acción u omisión implica una responsabilidad del Estado. Sin embargo, en un recurso de revisión aprobado por unanimidad, los comisionados del instituto revocaron la negativa de la PGR por tratarse −dijeron− de violaciones graves o delitos de lesa humanidad, y le ordenaron que cumpla con el principio de máxima publicidad, lo que un mes después la PGR no ha hecho.
En un nuevo pronunciamiento, el 11 de marzo el IFAI ordenó a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) entregar toda la documentación relacionada con las actividades realizadas por el 27 batallón de infantería del Ejército, con sede en Iguala, entre los días 25 y 30 de septiembre de 2014, aduciendo que la desaparición de los 43 estudiantes es un caso de interés público por la grave violación de derechos humanos que entraña y el involucramiento de autoridades de seguridad pública en ellos.
La presunta participación de militares en actividad o retiro en los hechos de Iguala está documentada en los expedientes del caso. Autoridades estatales y federales demostraron la comisión de delitos por policías municipales de Iguala y Cocula. Entre 2011 y 2014 los jefes de policía de Cocula eran militares retirados: el teniente Tomás Bibiano Gallegos ( ejecutado) y el mayor Salvador Bravo Bárcenas. Ambos fueron recomendados por el general de división Alejandro Saavedra, comandante de la 35 Zona Militar con sede en Chilpancingo. Un tercer ex militar, César Nava, era subdirector de seguridad pública de ese ayuntamiento y está señalado como uno de los principales operadores en la desaparición de los normalistas. Otros tres ex policías con pasado militar: Honorio Antúnez, Ignacio Hidalgo Segura y Wilber Barrios, también presos, prestaron servicio en el 27 batallón de Iguala o en la 35 Zona Militar.
De acuerdo con el testimonio del ex mayor Bravo, los jefes militares de Guerrero sabían que mandos y tropa bajo sus órdenes estaban involucrados con la delincuencia organizada. Otras testimoniales señalan que los coroneles Juan Antonio Aranda y José Rodríguez Pérez, ambos del 27 batallón; el coronel Rafael Hernández Nieto, comandante del 41 batallón de infantería y coordinador del Operativo Guerrero Seguro, así como el almirante José Rafael Durán, comandante de la octava Región Naval de Acapulco, recibieron denuncias sobre tales nexos.
En particular, eran conocidos los vínculos de José Luis Abarca, ex alcalde de Iguala, y su secretario de Seguridad Pública, Felipe Flores, con el grupo criminal Guerreros Unidos. Según obra en el expediente, los mandos castrenses conocían el modus operandi de las policías municipales de Iguala y Cocula y Guerreros Unidos para secuestrar, extorsionar, fabricar metanfetaminas y desaparecer personas en fosas clandestinas (un patrón de funcionamiento similar al utilizado por Los Zetas y la policía municipal de San Fernando, Tamaulipas, en la matanza de 72 migrantes centroamericanos).
En ese contexto no se explican las públicas y documentadas relaciones de Abarca −procesado por delincuencia organizada y homicidio− con el capitán José Martínez Crespo y los coroneles Juan A. Aranda y José Rodríguez, del 27 batallón de infantería de Iguala.
Por acción u omisión, las huellas de mandos militares del 27 batallón y sus subordinados en el caso Iguala/Ayotzinapa son evidentes. Pero, según el ex procurador Jesús Murillo Karam, investigar al Ejército –como demandan los padres y abogados de las víctimas− es un absurdo completo. Existen indicios de que la investigación de la PGR encubre al Ejército.
Por eso, la orden del Ifai a la Secretaría de la Defensa Nacional para que abra al público las bitácoras con las actividades del 27 batallón de infantería entre los días 25 y 30 de septiembre puede resultar fundamental en la aproximación a la verdad de los hechos. Ello, como argumentó el comisionado Rosendo Monterrey del Ifai, tiene que ver con el ejercicio democrático del poder y la ética de la responsabilidad pública de los gobernantes; con la salvaguarda del estado de derecho, pues. De allí que el general secretario Salvador Cienfuegos no debería enojarse, acostumbrado como nos tiene a escuchar, de su propia voz, que la institución armada que comanda actúa conforme a la ley y las normas constitucionales y con total apego a la preservación y defensa de los derechos humanos.
La Jornada